domingo, 13 de septiembre de 2015


LO MÁS INSIGNIFICANTE EN LA FIESTA DE 

MILAN KUNDERA





En el verano de su vida, un hombre se propone la tarea de recorrer su obra, y, en el trayecto, leyendo entre sus propias líneas, alcanza la iluminación: concluye que; después de todo lo vivido, visto y escrito; la esencia de la existencia radica en la insignificancia.
Es, en ese preciso momento, cuando sin más reticencias acepta que toda su vida, como la de todos los mortales, ha estado signada por ella: la insignificancia del ser, y, para celebrarlo, convida a sus mejores amigos a una fiesta en la que se hará honor a ella; ya con el conocimiento de que es allí adonde se anida la clave de la sabiduría y del buen humor.
Montado en un carrusel infantil, celebrando la belleza que se esconde detrás del reírnos de todo y de nada, regresará a sus inicios, al tiempo aquel en que escribió La Broma y, haciendo apología de ella, centrará su fiesta en una de las más famosas, crueles y estúpidas bromas de Stalin. Para aproximarnos a dicho personaje histórico citará Las Memorias de Nikita Krushchev –quien siendo arte y parte del Politburo, algunos años después de la muerte de Stalin llegó a ser el líder supremo del imperio soviético, y ya, sin el cuchillo de Stalin en su pellejo, contó su propia versión del cuento-. Dos personajes de los cuales los jóvenes de ahora, marcados por la ignorancia y la insoportable liviandad de los tiempos modernos, no parecen tener mayores referencias; al igual que ninguno de los visitantes de los jardines de Luxemburgo en París –sitio de encuentro de los protagonistas- parece tener idea de quién o quiénes son las reinas de Francia, ni los personajes inmortalizados en las estatuas que sirven de ornamento; cosa que a ellas y ellos más parece liberarlos del peso de sus glorias pasadas que condenarlos por todos sus excesos; y he aquí cómo, casi sin darnos cuenta, luciendo un bonito y pesado sombrero el autor nos va introduciendo de nuevo en el quid de otra de sus novelas cumbres, La Insoportable Levedad del Ser; en la que la levedad termina por confundirse con, precisamente, algo semejante a la iluminación.    
No obstante todo lo hasta aquí dicho, La Fiesta de la Insignificancia parece haber sido escrita para hacernos caer en cuenta de algo, para conducirnos al ombligo de un asunto que como que se nos escapa, o no acaba de caérsenos encima, y parece estar suspendido en el tiempo con la misma levedad con que una pluma flota en el cielo raso, presagiando la inminente caída de uno que otro ángel, o, quizás, el estallido de una nueva guerra. Es cuando una se pregunta a dónde exactamente quiere conducirnos Kundera; porque -como el protagonista lo da a entender desde el comienzo, haciendo uso de una bonita metáfora-, hay diferentes maneras de llegar a la meta deseada; al final, todos los caminos conducen a Roma, así como al vientre imaginado.
Lo insignificante del cuento, como insignificante parece ser a simple vista la broma de Stalin, termina por convertirse en algo que hace bastante significativa la historia... Es casi siempre por la puerta más escondida, la menos obvia, la más insignificante, por la que se llega más fácilmente a la meta. Y, tratando de abrir dicha puerta, nos encontramos con una llave en forma de enclave ruso: Kaliningrad. Un puerto casi desconocido, situado en un punto bastante estrátegico de Europa, con un nombre tan absurdo como lo era Kalinin, el hombrecito que, gracias a otro de esos chistes perversos de Stalin, terminó, vamos a decir, casi que inmortalizado. Y es que Kalinin lográ algo imposible: luchando contra su propia incontinencia urinaria, que lo ha convertido en el hazmerreír de todos los miembros del Politburo, termina por despertar en Stalin un sentimiento parecido en algo a la compasión o, mejor, al amor maternal; y solo por brindarle a Stalin este instante supremo de luz en medio de todas sus tinieblas, Kalinin pasará a ser el único que no será recordado por sus atrocidades, ambiciones, crueldad y vanidad.  Kalinin, es así la chispa divina que le señala a Stalin el retorno a su estado original, a su Itaca, a ese lugar al que todos quisiéramos regresar por, quizás, simple Ignorancia -nombre de otra de las obras cumbres de Kundera-. “La palabra griega que denota ‘retorno’ es nostos. Algos significa  ‘sufrimiento’. Por ende, “nostalgia es el sufrimiento causado por un viaje de regreso bastante intranquilo[…]  Nostalgia y/o añoranzas, las dos dos, nos explica el autor, derivan del latín ignorare, y etimológicamente hablando nostalgia viene a ser el dolor causado por la ignorancia, por el no saber. Tu estás muy lejos y yo no sé que está sucediendo o ha sucedido contigo[...]  (M. Kundera, Ignorance, pags. 5-9).
Y así, luego de abandonar el carrusel infantil nos vemos abocados a presenciar el paso de un carruaje con aires bastante funébres, que deja un hálito de despedida animada por un coro de niños que entona “La Marseillaise”; mientras el narrador se ha ido despojando de sus máscaras al reconocerse en el rostro de los otros y, aunque no se arranca los ojos como Edipo, en un acto supremo de reconocimiento, no solo ve la paja en el ojo ajeno sino que se la saca del suyo propio. Y que conste que digo reconocimiento, muy diferente a eso llamado arrepentimiento. Es entonces de esta manera como alcanza la liberación total y parece irse tras el cortejo fúnebre livianito de peso.
Así, en una novela corta, cortisíma, Kundera nos deja todo un legado y, se me antoja, hasta una advertencia, Ojo con Kaliningrad, el enclave ruso situado en el mar Báltico entre Polonia y Lituania; parece tan insignificante que quizás se nos estalle en las narices  como una bomba de tiempo. 

Carmen Socorro Ariza-Olarte